Historia 16 nº 357, enero de 2006 (Mikel Rodriguez)
A punto de finalizar la II Guerra Mundial el Gobierno vasco mantenía la esperanza de una pronta caída de Franco. Y, en previsión del cambio de régimen, había organizado una amplia red clandestina. En la Francia liberada, el lehendakari Aguirre consiguió que la OSS (1), los servicios secretos norteamericanos, entrenasen como comandos a una unidad vasca. Estos hombres serían el embrión de la futura Ertzaintza y, a su vez, instruirían a pequeños grupos en cada pueblo y barrio una vez retornasen triunfantes del exilio. Desde la primavera de 1945 la OSS entrenó a unos 120 vascos en el castillo Rothschild de Cernay-la-Ville, a 30 kilómetros de París. Posteriormente se obtuvo del gobierno francés el permiso para situar diversos grupos paramilitares en la frontera a condición de que no excediesen de los 50 miembros. Bajo la falsa cobertura de empresas forestales estos hombres se instalaron en Esterenzubi, Ainhoa, Banca e Irati.
En el interior, en 1943 se había formado Eusko Naia (Voluntad Vasca), grupo constituido por gudaris del PNV excarcelados. Todos firmaron el siguiente juramento: “Prometo estar dispuesto a pertenecer a la Organización cumpliendo con todas mis fuerzas y a guardar silencio absoluto, aunque tuviera que responder con la vida. En la misma forma prometo que no me empeñaré en saber detalles de la Organización, bastándome saber quién es mi inmediato superior (...) Si por algún motivo fuera separado de la Organización, prometo acatar sin discusión la medida tomada por mis superiores y a guardar secreto en detalles y personas de la misma hasta que en su día sea relevado de tal obligación por quien fue mi superior inmediato”. Unos 600 de estos juramentos se llevaron a Francia. La organización se mantuvo inactiva hasta que en noviembre de 1944 la Policía franquista cayó sobre ella debido a una lista incautada a un maquis comunista.
Además de en las Vascongadas y Navarra, en diversas regiones españolas se mantenía una organización clandestina. En Madrid actuaba un grupo dirigido por Joseba Rezola y en Barcelona otro bajo el mando de Txomin Letamendi y Sabin Barrena. Esta organización disponía de un importante respaldo internacional: Rezola llegó a trasladarse a Londres en un avión de la RAF para entrevistarse con los laboristas en el gobierno. Colaboraban estrechamente con las embajadas francesa, británica y norteamericana, que a veces les facilitaban vehículos oficiales y el uso de la valija diplomática. Esta red disponía de contactos en la Dirección General de Seguridad, ministerio de Asuntos Exteriores, prisiones, colonias y el Servicio de Documentación de El Pardo, el grupo de inteligencia dirigido por Carrero Blanco. Mantenían una actividad fundamentalmente política: su objetivo era poner en pie una alternativa al franquismo aceptable para los Aliados, que sólo entonces removerían al Caudillo. Para ello intentaban gestionar un gobierno provisional lo más amplio posible. Mantenían negociaciones con los republicanos, el PSOE, la CNT, militares y sectores monárquicos tanto de la rama carlista como alfonsina. La eficacia de esta operación exigía trasladar con fluidez informaciones y personas a través de la clausurada frontera francesa.
Figuras imprescindibles de aquellas redes, además de quienes las dirigían y de quienes recogían la información, eran los mugalaris (2). Uno de los pasadores más activos del aparato de fronteras fue nuestro protagonista,Paco Pérez Luzarreta. Veterano de la Segunda Guerra mundial, cruzó a personas muy conocidas, como la miembro del Comité Central del PSOE Carmen García Bloise, pero nunca se ha hablado de él. Probablemente porque no está afiliado y, al no vincularse su militancia antifascista a ningún partido, a nadie le interesa airear sus acciones. Sólo el artista Jorge Oteiza indagó en su vida, planeando el guión de una película que nunca escribió, uno más de sus mil proyectos abortados.
Francisco Pérez Luzarreta nació el 1 de agosto de 1922 en Jaurrieta, Navarra. Hijo de un carabinero y de una modista, sufrió en su niñez la Guerra Civil y le tocó estar en el bando de los perdedores. Exiliado en Poitiers tras la caída de Irún, recaló en Barcelona hasta el final de la contienda. En 1939 volvió a Irún con su madre y su hermana menor. Su padre y tres hermanos mayores estaban encarcelados, en campos de concentración franceses o movilizados en Marruecos. Fue una época de represalias, calamidades y desesperación. En 1943, aprovechando un permiso, desertó del servicio militar y pasó con dos compañeros a Francia. Reclutado por los alemanes en Bayona para construir las fortificaciones del Muro Atlántico, huyó y se lanzó a la clandestinidad. En el invierno de 1944-45 ingresó en la unidad de exiliados vascos del Ejército francés, el Batallón Gernika, donde sirvió como cabo primero (3) durante los combates de la Pointe-de-Grave.
En mayo de 1945 Paco estuvo entre los escogidos para recibir una instrucción de elite en el castillo Rothschild, un enorme palacio rodeado de jardines, bosques y hasta un lago. Los servicios secretos estadounidenses proporcionaron el material y los mejores instructores, entre ellos el coronel Fairbanks, considerado la primera autoridad occidental en artes marciales. Bajo las órdenes del comandante Warner, de la OSS, aprendieron cartografía, el manejo de todo tipo de armas de fuego y explosivos y técnicas de combate. Entre ellas algunas de lo más novedoso, como el jiu-jitsu y el judo. Tenían terminantemente prohibido salir del recinto del castillo o comunicar por carta donde se hallaban. Los ejercicios físicos les ocupaban la mayor parte del día, con carreras, salto, natación, remo, combate cuerpo a cuerpo, corte de alambradas y flanqueo de todo tipo de obstáculos.
El 8 de julio de 1945 los norteamericanos les comunicaron que la unidad se disolvía. No les dieron explicaciones a título oficial. Incluso les ordenaron quemar los uniformes en el patio del castillo para evitar pruebas incriminatorias de la operación.
Paco no se conformó y decidió seguir en la lucha antifascista. Como ingresar en el maquis comunista no le convencía, ni por ideología ni por métodos, se dedicó a pasar informaciones y personas por la clausurada frontera.
Casa Cuartel de Urdax, desde donde la Guardia Civil
intentaba detener a los que traspasaban la frontera.
Paco conoce sólo parte de la verdad, porque en su labor lo mejor era ignorar los nombres y el transfondo de las operaciones. Si no, quizá hubiera abandonado, asqueado, sus arriesgadas misiones. A modo de ejemplo, él recuerda el frustrado paso de unos políticos a los que detuvieron en una isleta en medio del río Bidasoa. No conoce el final de la historia. Se trataba de dos socialistas que iban a contactar con la oposición monárquica en Madrid. En la Delegación del Gobierno vasco de Hendaya la noticia cayó como un rayo. ¡Había tantas esperanzas puestas en esas negociaciones, que se consideraban esenciales para lograr la caída de Franco! Pues resultó que ambos aparecieron indemnes al día siguiente en Francia. Ni el coronel Ibáñez de Opacua ni el general Yagüe, los jefes militares con jurisdicción en la zona, permitieron que los interrogasen en Madrid, no fuese que sus nombres salieran a relucir. Para un mugalari, mejor no saberse peón de juegos ambiguos donde la peligrosa línea entre aliados y enemigos permanece invisible.
Éstos son sus recuerdos, los recuerdos del músculo de la clandestinidad:
Dicen que la cabra tira para el monte y, como buen montañero, de Jaurrieta, siempre me ha gustado andar por la montaña. Después del entrenamiento de alto nivel que nos habían dado los americanos en Rothschild, me consideraba un Tarzán y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. ¡Me creía muy poderoso y luego resulta que no he sido nada! Pero, con veinte años, te comías el mundo y te creías más fuerte de lo que eras. Por lo menos, he tenido agallas para combatir.
Nunca he estado afiliado a ningún partido pero, como solía andar con Carlos Inchausti, que había sido teniente de alcalde de Ormaiztegi con el PSOE, pues me adjudicaban esa ideología. Tras la desmovilización, estaba hospedado en el Hotel Sudamericano, cerca de la estación de Hendaya. El dueño era un indiano de estos que había hecho mucho dinero. Enfermó y necesitaba transfusiones de sangre y como yo le di toda la que pude, me tenían cuidado como un Dios. Comencé a trabajar en la fábrica de armas. El dueño se llamaba Uría, era nacionalista, como en general la parte rica de la región. Yo era muy amigo de sus hijos y tenía la posibilidad de faltar algunos días al trabajo, me daba esa libertad.
Como en Irún escaseaba de todo, la familia carecía de lo más elemental, pasé una noche con pan blanco y las cosas que se echaban en falta y una radio que les cogí a los alemanes en la batalla de la Pointe-de-Grave. Y después, conocedor de la frontera y buen nadador, pasaba cuando quería. Entonces me dijeron del Gobierno vasco que hiciese funciones de paso de fronteras. Yo les respondí que sí y que no quería cobrar. No cobraba un céntimo, por amor al arte, a diferencia de los contrabandistas que, además, en algún caso mataron al que pasaban. En esta zona de Irún-Hendaya, pasadores que lo hiciesen sin ningún interés económico, había muy pocos. Casi todos eran contrabandistas. Yo había ido a la guerra con una rabia increíble para acabar con las dictaduras. Estábamos impacientes esperando el momento en que Franco se fuese. Nuestra aspiración era volver con la cabeza muy alta, como nos habían dicho los americanos en Rothschild, como los defensores del orden público de Euskadi. Y los americanos nos paraban, haciéndonos ver que si actuábamos habría represalias, víctimas...
Mi primera misión fue enlazar con un cargo del PSOE en San Sebastián, un tal Mediavilla, para darle instrucciones y avisos. Tras eso me encargaron traer personas que se sabía que estaban en peligro. El primero fue un hombre que estaba en Bilbao, en la clandestinidad desde la ocupación de la ciudad hacía 8 años, que no se había podido ni empadronar. A aquél si lo cogen, le hacen picadillo. Luego a un dirigente de Eibar, Mendiola, que estaba muy perseguido y le hacían la vida imposible. Casi se ahoga al cruzar el río y tuve que hacerle el boca a boca en una isleta, en plena noche. Estos arreglos los hacíamos en la casa del comandante Ordoki (4). También iba a la Delegación del Gobierno vasco en Bayona y París. En París iba al piso de Marceau (5), cerca de Notre-Dame, porque el otro piso que tenían era para los norteamericanos (6). Cuando iba aprovechaba para traer ropa y dinero que venían donados de América para los excombatientes. Pero mis contactos siempre han sido con gente bragada, los que daban el callo, no sé qué pasaba dentro de las oficinas. Carlos Iguiñiz se ocupaba de estas cuestiones y Rufino Pastor también. Pero yo trataba principalmente con Ordoki.
Para moverme en el interior me facilitó mucho las cosas un tal Juanito Arroyo, que estaba de Jefe de Abastos en San Sebastián. Éste me proporcionaba el famoso pase de “Zona Impermeabilizada” con el que te podías mover por la frontera. Y en caso de apuro, podía ir a las cocheras de la comisaría de Abastos en Sagües y camuflarme allí como si fuese un trabajador más.
Hice muchísimos viajes durante casi tres años, algunas semanas pasaba varias veces. Por lo general cruzaba por un vado cerca de la Fábrica de Cerillas de Irún. Como pasaba a nado en pleno invierno, luego no podía ni enderezar los dedos. Conseguí un traje contra la yperita, que era impermeable, y con eso pasaba mejor. Luego lo dejaba escondido en la ribera o lo metía en un hatillo. Si el río venía crecido, me subía en marcha al tren, me escondía en el lavabo y bajaba en marcha en España. La mayoría de los viajes eran con instrucciones para Mediavilla, con quien quedaba en la estación del “topo” de San Sebastián.
Pasar, he pasado a más de 50 personas, aunque eso era lo que menos me gustaba. Pero se trataba de casos graves que había que solucionar. Yo prefería ir sólo con la información, porque no me gustaba comprometer a nadie ni que nadie me comprometiese a mí. A las personas las recogía generalmente por Irún o San Sebastián, pero a veces me desplazaba hasta Bilbao o Eibar. Lo primero, les hacía algunas recomendaciones: «Ante todo, lo esencial es estar tranquilo, porque perder los papeles, el pánico, es lo más peligroso. Hay que ir en fila, a cierta distancia unos de otros. Y en el agua, ¿qué tal nos desenvolvemos?». Porque, aunque les llevaba por un vado, el río a veces venía crecido. Los hombres y las mujeres responden por igual, el problema es la gente mayor y yo intentaba no traer a personas mayores de 40 años, porque con quien vas tiene que responder parecido que tú mismo.
Más que la vigilancia, los problemas y los peligros te los provocaban la gente que pasabas. Una noche, pasando a uno de Tolosa, Leontxo González, en un cortado, yo salté, pero él se cayó. “¡Que me he roto una pierna y no me puedo mover!”. ¡Y se rompió una pierna! ¡Estábamos a 8 kilómetros de Irún, pesaba más que yo y lo tuve que traer a hombros! Lo metí en casa de mis padres y a los dos días lo llevé a Urnieta. Este Leontxo pasaba por razones políticas, pero también porque tenía una esposa muy especial y quería rehacer su vida en Francia. De no salir se ponía nervioso y me dijo que no aguantaba más, que lo llevara a dar una vuelta a San Sebastián. Allí, en el barrio de Sagües, mira para atrás y ve que lo siguen dos policías. Le dije: “Estos a mí no me conocen. Separémonos e intenta librarte de ellos”. Me largué y me escondí en las cocheras de Abastos. De allí vi como lo detenían y en el interrogatorio en comisaría le sacaron mi nombre y luego le llevaron a la prisión de Ondarreta.
Como me tenían muy fichado, me comenzaron a buscar. Yo estaba en una pensión de San Sebastián, que no era un lugar seguro, pero no quería cruzar la frontera en ese momento porque estaría más vigilada que nunca. Así que pensé que al enemigo le despistas más si apareces en su retaguardia. En lugar de pasar a Francia, a la mañana siguiente fui a sacarme el pase para visitar a los presos y me presenté en la cárcel, haciéndome pasar por el primo de Leontxo. ¡Cómo se quedó al verme! Y él, “que me fuera enseguida” y yo, “tranquilo, que este es el mejor sitio para estar hoy”.
En una ocasión traía dos señores de Bilbao. Eran de cierta edad, con unos negocios fabulosos, creo que relacionados con la naviera Sota. Éstos tenían algo que ver con la oposición monárquica. No les veía capaces de pasar por donde yo iba, así que les dije: «Hoy vamos a cruzar por un sitio insólito, que nadie supone que se pueda hacer». En el Puente Internacional, por donde están las vías, estaban aún las alambradas alemanas. Corté los alambres con una herramienta que traje del hotel y les dije que hicieran igual que yo. Yo, que rastreaba como la culebra más espabilada, me metí en el hueco entre la vía y el machón del puente. Sentía cómo venían detrás de mí. Al llegar a la estación del “topo” me levanté, con la marquesina detrás, para que ocultase mi silueta. ¡Y van ellos y se levantan también, pero antes de llegar a la marquesina! Había el reflejo de la luna y los guardias los vieron: “¡Alto!”. Y les agarraron allí a los dos. ¡Me cagüen diez! ¡Estos chocholos...!
Una vez que todo pudo acabar mal fue pasando a dos políticos de Francia a España. Cruzamos uno de los brazos del Bidasoa, estábamos en el medio, en el barro de una isleta y, cuando íbamos a pasar el último tramo, salieron dos guardias civiles: «¡Alto o disparamos!». Yo, que siempre tenía la precaución de mancharme la cara de barro, que es lo que más se ve de noche, les dije que se volvieran, que no se iban a atrever a disparar hacia Francia, pero ellos se pasaron a donde los guardias, que los detuvieron. Yo me volví atrás.
La vez que más pasé fueron 13, 8 hombres y 5 mujeres. Algunos perseguidos políticos y otros por causas económicas. Organizar aquello fue un calvario. Vine con ellos a la estación de Irún y les di instrucciones de cómo proceder. Fuimos hasta la subida al monte San Marcial y los camuflé entre los árboles. Entré en mi casa y cogí una cuerda. De noche los puse en marcha y los llevé hasta Lunda, a dos kilómetros de Behobia. Allí hay dos campos separados por un seto y era por donde me gustaba bajar porque, cuando pasaba un coche, con los faros veías dónde estaban los guardias civiles de la carretera. Llegamos a la orilla del río, los dejé escondidos en un cañaveral, até la cuerda y crucé el río. Até el cabo en el otro lado y les dije: “Ahora, a desnudarse, y hacer un hatillo con la ropa para pasar”. Cruzaron, pero como éste es el país de la bulla y no sabemos estar callados, hicieron mucho ruido y aparecieron un par de gendarmes. Yo me escapé hacia Hendaya y debajo de Biriatou, una amiga, una tal Escola, me escondió en el pajar. Al día siguiente su hijo me trajo una bici para no parecer sospechoso y salí como un trabajador más.
Hubo un caso trágico de un chico que se nos sumó y murió ahogado. Era un chico joven, hijo de un médico de Bilbao. Estaba escondido en un regato del Bidasoa, vio una noche como pasaba a uno y me pidió si le podía ayudar. La verdad es que recoger en el camino a un desconocido era algo expuesto, porque podía ser uno que quisiera infiltrarse. Pero eso creo que es algo que se nota a la primera palabra. Le dije que sí, pero si sabía nadar, porque había riada. “Bueno, algo...”. ¿Algo? Entramos en el río y en el último tramo, que es donde el agua llevaba más fuerza, la corriente lo arrastró. Aquel chico apareció ahogado y la policía de aquí culpaba a un contrabandista de raza, un tal Iguíñiz. Le detuvieron en Francia y le acusaban de asesinato. Tuveque ir a la Gendarmería para aclarar la situación.
Los jefes de la frontera eran Ibáñez de Opácua y Ortega. Ibáñez intentaba no meterse en complicaciones, aunque era peor persona que Ortega. Luego había oficiales del ejército que eran para dar de comer aparte. Había un oficial al que se temía mucho, el capitán Serrador. Ése enseguida te quitaba de en medio. Iba buscando a los que pasaban para ver si podía acribillarlos a tiros. Eso le pasó a un tal Etxegarai, en Lunda. Lo mataron fríamente. Por eso mi pobre madre sufría cantidad. Cuando oía tiros pensaba: «¡Ya andará Paco por ahí!». La Policía sabía de todas mis andanzas, porque se pasaban los chivatazos de un lado a otro de la frontera. Se intercambiaban la información, eran unos canallas en ambos lados.
Los soldados de reemplazo, como no fuese por una cosa de nervios, no tiraban. Pero la Guardia Civil, sí. A mí me han disparado a bocajarro. Una vez iba solo, bajaba de Lunda por los setos que hacían la divisoria del campo. Calculé mal y veo de repente un par de bultos. ¡Que sé yo los tiros que me dispararon aquel día! Corrí a toda leche y le enseño a cualquiera los sitios por los que corrí en tan poco tiempo y me diría que es imposible. Pero cuando hay peligro, duplicas tu energía. No me acertaron y llegué al monte San Marcial. Traía la boca llena de espuma de lo que había corrido. Vi una manzana en el suelo y me agaché a cogerla para darle un mordisco y refrescarme la boca. ¡Y al levantar la cabeza veo dos tricornios entre los maíces! Si no es por la manzana, me acribillan aquel día. Fue la única vez que me tiraron de cerca.
Me detuvieron dos veces. Una vez en el puesto fronterizo de Dancharinea, con una mujer y su hija, que tenían el esposo en Francia. El brigada de la Guardia Civil empezó a sospechar y me dijo: «¿Usted quién es?». No le convencí y ya me soltó: «Yo me he especializado en perseguir bandoleros». Uy, la hostia. Enfrente estaba la Policía y les llamó: «Este sujeto me parece que no es trigo limpio, me parece un pájaro de cuenta». Me metieron en el cuartucho que hacía de comisaría. Me pidieron la documentación, les enseñé el pase y me dijeron: «Esto está falsificado. Quédese ahí, siéntese si quiere, que vamos a llamar a la Guardia Civil de Urdax». No me fiaba de los de Urdax, ésos me conocían bien y podían pegarme un tiro. Pensé: «Paco, tienes que salir de aquí como sea, como sea». Era una pareja de policías bastante enclenques y yo tenía mucha capacidad, tanto ofensiva como defensiva, para solucionar un problema fácil con dos personas, por las artes marciales que nos habían enseñado los americanos. Pero yo soy de los que piensan que, en cuestiones de sangre, sólo hay que llegar en última instancia. Les dije que, si tenía que esperar, que quería hacer pis. En el retrete había una ventana alta, pegué un salto que no hay gato que lo haga y caí sobre unas barricas. Un salto más y entré en una taberna de la parte francesa. Allí, con el corazón desbocado, me tomé una copa. Cerca había un grupo del Gobierno vasco, en Ainhoa, y decidí ir para allí. Pero al salir, en el puentecito, saqué un pañuelo y me despedí con cachondeo de la Policía española y seguí por la carretera.
No había hecho un kilómetro cuando llegó un coche de la Gendarmería: «Entre usted. Nos acompaña». Tuve que volver al puesto del lado francés: «Nos dicen que es usted un criminal peligroso y que se lo entreguemos». Les respondí que lo intentasen, pero que no sabía si saldríamos alguno vivo de allí. Como vi que dudaban con aquellas palabras, les pedí que me dejasen llamar a la Delegación del Gobierno vasco en Bayona, que allí aclararían quién era y qué hacía. También les dije que sólo eran unos antiguos colaboradores de los alemanes que ahora se llamaban “orden público”. Me llevaron a Espelette y lo mismo. Allí le dije al jefe de nuevo que eran unos emboscados, que no habían hecho nada por la patria, que nosotros nos la habíamos jugado y que seguíamos haciéndolo. Y ellos, zancadilleándonos y poniendo inconvenientes en lugar de ayudar. Al final me llevaron dos gendarmes a la Brigada Especial de Bayona. ¡Y el jefe les puso...! Les dijo lo mismo que yo: «¡Este chico se está jugando la vida y hay que ayudarle!».
Cuando me cogieron la última vez, fue por un chivatazo. Era finales de 1948 y veníamos cinco por el monte. Yo llevaba también documentos que me dio Mediavilla. Al llegar un poco antes del pueblo de Lesaca, vimos la maniobra de un casero que iba por un sendero hacia el pueblo. Allí avisó que había cinco individuos que podían ser maquis. Movilizaron las fuerzas militares del alto de Ibardin. No solía utilizar ese paso, sólo lo hice tres veces, aunque normalmente hubiésemos pasado antes de que se desplegasen los soldados. Pero uno del grupo tenía asma, se quedaba descolgado y nos retrasaba. Cerca de Vera del Bidasoa nos salieron al paso encima de Endarlaza. Íbamos por el sendero, junto a unas viejas minas, y vi el apagallamas de un fusil ametrallador y un soldado que hacía el gesto de tirar una granada. Dije: «¡Alto, vamos desarmados, vamos a trabajar a Francia, no somos guerrilleros, no traemos armas ni intención de haceros nada!». Y pensando en el de la granada: «¡Cuidado con la granada, no vayamos a volar todos!». Nos salvó que eran cuatro soldados, porque la Guardia Civil habría disparado sin preguntar. Dos del grupo venían retrasados. El del asma llegó hasta la frontera y se sentó en el mojón. Allí lo encontró una patrulla. Le preguntaron qué hacía allí y les dijo que era pastor, que por allí tenía el rebaño. Era tan absurdo que se hubiera parado justo en la raya que lo creyeron y escapó.
Por la noche, fingiéndonos dormidos, consulté a los dos compañeros si tenían ánimo para escapar. Ellos se acobardaron y dijeron que no merecía la pena jugarse la piel. Para quitarme responsabilidades, hice un agujero con las uñas y enterré la cartera con los papeles de Mediavilla. Como eran soldados, no nos habían registrado. Primero me llevaron al barracón de los militares en Ibardin. Y luego a la comisaria de Vera. Después me llevaron a la comisaría de la avenida de Navarra de Irún y me metieron en una celda de un metro cuadrado, del tipo que utilizaba la Gestapo, llena de humedad. Me sacaban todas las noches y me interrogaban el comisario Manzanas (7), Bazán y un comisario en jefe que vino de San Sebastián. Yo me temía que, como sacasen todo lo que les había perjudicado, en el mejor de los casos me iba a pasar en la cárcel muchos años.
Estuvieron interrogándome quince días, preguntándome por las rutas por las que metía las armas y la propaganda. Todo el día en el cuartucho y me sacaban a la noche para interrogar. Manzanas me decía que era el individuo más cínico que había pasado por allí, que qué cara tenía. Me dijeron que si ellos alguna vez habían utilizado la violencia, había sido por culpa del prisionero, que les había intentado quitar la pistola. No me tocaron e incluso Manzanas me dijo: «¡Ya lo tendrás en cuenta, cuando salgas de aquí y hables con tus acólitos, el trato que te hemos dado!». Se comportaban así porque a finales del 48 el Régimen hacía agua y éstos no las tenían todas consigo. Les daba un miedo horroroso el futuro, veían que la gente pronto les iba a escupir en la cara o pegarles un tiro. Me cogen los mismos cinco años antes o cinco años después y no lo cuento. Después de los interrogatorios me tuvieron cuatro meses en Ondarreta.
Al final sólo me cayó una libertad vigilada por cinco años, por paso ilegal de fronteras, con orden de confinamiento en Barcelona. No hubo orden de cárcel, ni Cristo se ocupó de pedirme cuentas. Incluso se olvidaron de que era desertor del Ejército franquista. Sólo cumplí dos años de confinamiento, porque me quitaron un riñón, pensé que iba a morir y me vine con mi familia a Irún. Le conté mi caso al comisario, un tal Carretero. Le dije que había roto la orden de confinamiento, que hiciese lo que quisiera, pero que de aquí no me movía. Miró el expediente y me dijo: “¡Menudo pájaro! ¿Ha hecho usted solo todo esto? En fin, como le han quitado un riñón y está recién operado, puede quedarse”. Y, a partir de ahí, ya llevé una vida más “normal”.