Historia 16, nº296, diciembre de 2000 (Mikel Rodriguez)
“Los diversos partidos comunistas, las brigadas internacionales, los intelectuales de izquierdas... todos agentes – cuando no verdugos - del estalinismo”. Las corrientes historiográficas en boga y los escritores creadores de opinión nos bombardean con esta idea. Hace unos años se equiparaba comunismo y fascismo. Actualmente muchas “primeras plumas” ya no se contienen y colocan al comunismo en el escalón más bajo de la degradación humana: “Hitler y Franco eran malos, ¡pero anda que los comunistas!”.
El “final de la historia” anunciado por Fukuyama, con su tan conveniente mensaje “el capitalismo y las leyes del libre mercado son la realidad última e inamovible”niega la aparición de cualquier otro modelo en el devenir humano. Desde luego, la idea de que vivimos en el mejor- o en el único - de los mundos posibles no es nueva. Ya Hegel consideró que la “idea absoluta” había tomado forma en el estado prusiano y no vamos a desdecir a los poderosos propagadores de esta “buena nueva”.
Pero la defensa de quienes fueron asesinados o se pasaron veinte años en la cárcel por sus ideales, en una época en que enfrentarse al poder era jugarse la vida merece unos renglones. La defensa de unos hombres y mujeres que no luchaban por la Dictadura del Proletariado, sino por las libertades y la democracia. Unos hombres y mujeres que malvivían en las cárceles o en la clandestinidad, comidos por las chinches, no en el “Hotel Lux” de Moscú (1). Unos seres humanos que, si tuvieron la suerte de sobrevivir, ahora una pléyade de “opositores póstumos del General”pretende que se avergüencen de su lucha y de su militancia. Quizá para que tanto demócrata “ex novo”pueda rehacer la historia a su conveniencia.
Pero como la autodefensa entra de lleno en la tradición revolucionaria, dejemos que dos de estos “malvados agentes del estalinismo” nos recuerden su trayectoria.
Marcelo Usabiaga Jaúregui (Ordizia, 1916). Irunés de adopción, ingresó en 1933 en el PCE. Durante la Guerra Civil combate en los frentes del Norte, Centro y Levante. En 1944 se encuentra en un destacamento penal en Arrona (Gipuzkoa).
En el destacamento penal trabajábamos para una empresa constructora llamada “ABC”, que hacía carreteras y “regiones devastadas”. La habían montado los franquistas para sacarse unas perras. Yo estaba cumpliendo una condena de 30 años y comenzamos a realizar actos de sabotaje contra la fábrica de cemento, porque estaban mandando material al “Muro Atlántico” de los alemanes. En el destacamento funcionaba el Partido desde 1943. Construíamos una línea aérea para transportar la piedra colgando en vagonetas. Estropeamos las mezclas del cemento, así que las pilastras se cayeron. También averiamos dos veces el motor eléctrico del molino de piedra, con lo que la producción paró. El motor se quemó las dos veces. Eso fue lo que les puso en guardia. Yo trabajaba en la oficina y un día me dicen: “Marcelo, he oído tu nombre”. Entonces nos reunimos los camaradas e iniciamos las gestiones para escapar. El Partido no estaba organizado en la provincia y no podía ayudarnos. Así que decidimos pasar a Francia por nuestra cuenta. Pasamos cuatro: Orozco, Iglesias, un malagueño del que no recuerdo el nombre y yo. Era septiembre de 1944.
Yo conocía bien la frontera porque soy de Irún y la cosa fue sencilla. Los franceses nos metieron en un campo de concentración, pero hubo un momento de peligro, porque una columna alemana contraatacó, y vinieron los franceses para pedirnos ayuda a los presos españoles. Yo les dije que bien, que nos diesen fusiles y que iríamos a luchar. Pero el caso es que los alemanes se retiraron hacia el Norte. Si te digo la verdad, mi idea era ir a Francia a descansar y, luego, luchar contra los alemanes allí.
Fuimos a Pau, donde me encontré con la División de Guerrilleros Españoles. El comisario político era “Esparza”, nombre de guerra de Gómez, íntimo amigo mío. Cuando le hablé de que en España no había nada que hacer, me dijo: “Mira, no hables en voz alta, porque si dices por ahí lo que me estás contando, te ganas un disgusto”. A los días llegó un tal Lecumberri. Yo estaba en el “Hotel Bristol”, el puesto de mando de la División. Me llaman y me dicen: “Oye, Marcelo, que ahí abajo hay un camarada, paisano tuyo, que dice cosas que es la hostia, que hay que ir enseguida a España, que Eibar está cogido ya..” Y yo, que había estado preso a 20 Km. de Eibar: “¡No me jodas!”. Veo a un tío, ancho de espaldas, que planteó que había que pasar un grupo ya, porque se hacían dueños de Eibar en diez minutos.
Pasé unas semanas fatales. Me decían que no tenía moral por haber estado en la cárcel, que ellos habían aprendido a luchar en Francia, etc. Estuve alrededor de un mes enseñando a los guías a cruzar la frontera esquivando a los carabineros. Pero me habían escogido para volver a España con un grupo de guerrilleros (2). Y le decía a “Julio” (3): “¡Me cagüen diez! ¿Pero tú sabes lo qué es ir a San Sebastián, once tíos, con una pistola en el bolsillo? ¡Yo me he escapado de allí hace un mes! Eso es un crimen”. Y él me comprendía, pero me decía que el mando de la División había ordenado que allí no podía quedar ni un español, que hasta el último tiene que pasar. Todo parecía increíble, pero ¿cómo me iba a negar? ¿Cómo me podía plantear yo, que venía escapado de la prisión, no volver si me lo pedían? Pasé una época muy mala, en el sentido síquico. Estaba jodido. En las reuniones no decía lo que pensaba. Al final, me dije: Soy un luchador y voy a luchar. Y sé acabó. No voy a entrar en disquisiciones de nada. Mira, mala suerte y se acabó.
Había una visión política absurda de España, un absoluto desconocimiento. Todavía estoy viendo como hablaban Nuñez Escurza, Vallador, con un triunfalismo... Hablaban de su victoria sobre el Ejército alemán, pero no conocían España. Allí sólo se utilizó un argumento de peso específico. Lo hizo Vallador: “Si termina la guerra y en España no hay una provincia, una fortaleza, un núcleo, lo que sea, donde una fuerza luche contra el franquismo, las democracias, lo mismo que en la guerra han hecho la “No Intervención”, lo mismo harán ahora y luego se aliarán con Franco”. Lo que fallaba de su cálculo es que no había la posibilidad de crear esa situación de guerra real.
En el reparto de funciones de nuestro grupo, Barroso quedó de comandante, Lapeira de jefe de organización y yo, como jefe de agitación/propaganda. No traíamos objetivos concretos. De lo único que se habló era de que habría que atracar bancos para conseguir fondos, porque no traíamos un céntimo. Nos pasó un contrabandista, Benac, a cambio de 1000 pesetas por cabeza. Al último español que vi en Francia antes de embarcar fue al comandante de la “Brigada Vasca”, Ordoqui. Cuando montaba en la lancha, me dijo: ”Marcelo, me parece que esta es una aventura que va a salir mal”.
El primer grupo lo formábamos Pedro Barroso, Regino González, Javier Lapeira, Alfredo Gandía y yo. Al día siguiente pasaron otros cinco hombres y una mujer, Victorina Gastán. Barroso llevaba un listado de direcciones de personas con las que contactar. Cada uno llevaba un “naranjero” con cargador, una pistola y en la mochila, dos cargadores más y dos bombas de piña. Al desembarcar a uno se le cayó un cargador, lo que luego tuvo su importancia. Pasamos la noche en un caserío y cometí una torpeza, confiado absolutamente en la fortaleza física y moral de mi amigo Pepe Aguilar, combatiente de toda la vida y de absoluta confianza. Mandamos a la chica del caserío a buscarle. Y al día siguiente vino y se comprometió a buscarnos un piso en San Sebastián. Pero cuando llegamos a la dirección, los dueños dijeron que no podíamos quedarnos. Nos despedimos de Benac que, como buen contrabandista, me dijo que se olía algo. ¡Y a las once de la noche, cinco tíos con una pistola en el bolsillo, a buscar donde dormir! Fuimos a un segundo y a un tercer piso. Al final, en la cuarta casa, de unos parientes de Regino, nos dejaron quedar. Lo peor es que en cada piso habíamos dicho a dónde nos dirigíamos, para que el segundo grupo y Benac, que tenía las armas, pudieran encontrarnos.
Mientras la policía ha localizado el caserío, ha localizado a la chica y a Pepe Aguilar. Y Pepe, de la paliza o por lo que sea, les pone sobre la pista del primer piso. Y de allí, reconstruyendo nuestro trayecto, nos localizan y caemos Regino, su familia y yo. La político-social de Irún, mandada por Melitón Manzanas, entró a las ocho y media ¡Y a las nueve venía Lapeira de contactar con Bilbao! Tuvimos la mala suerte de que nos iban a llevar, pero entre los tíos de Regino, la prima, nosotros dos y cuatro policías no cabíamos en el coche. Y Manzanas le dijo al chófer: “¡Vete a la Avenida y coge dos taxis!”. Y en ese crítico momento llegó Lapeira, no vio nada raro, subió al piso y le engancharon. Si tarda un cuarto de hora, no nos encuentra y se salva. Y si viene cinco minutos antes, ve el coche de la policía aparcado y se larga.
El resto del grupo cayó en Bilbao y Eibar. Lecumberri, en lugar de tomar Eibar en diez minutos, le detuvieron en diez minutos. Somos muy amigos y por desgracia hemos tenido muchos años para bromear con esto en prisión. Fue un desastre. Detuvieron a montones de personas, que no eran colaboradores activos, ni enlaces, sólo amigos y conocidos que habían hablado con nosotros. Sólo escapó Gandía (4). Manzanas nos frió a preguntas a Regino, a Lapeira y a mí. Me llevaron atado por todo Irún a las tres de la mañana. Estaba seguro de que me iban a fusilar. En la comandancia militar estuve repasando mentalmente porqué habíamos caído. Me hicieron descalzar, me pisaron los pies y me dieron una paliza. Yo no dije ningún nombre, pero no me apretaron mucho, esa es la verdad, porque pensaron que los enlaces los tendría el que había ido a Bilbao. Pero la paliza a Lapeira fue de abrigo. Y tampoco dijo ningún nombre.
Estando allí llegó la visita del coronel Ibáñez, que era el segundo jefe de fronteras, conocido de mi familia. Entró en la habitación fuera de sí: “¡Estás loco! ¡Estáis locos! ¿Qué cojones venís a hacer aquí? ¡Te va a costar caro esto! Me ha dicho tu tía que venga a verte, pero no te voy a dar ningún optimismo, ¿eh? ¡Estáis perdidos! ¡Van a hacer un consejo sumarísimo en 48 horas y os fusilan! Ya sabéis que yo no soy fascista, no soy de falange, soy monárquico de toda la vida, pero...”. Y yo acojonado allí. Me llevaron a la cárcel de Ondarreta. Me llamó el director, Ramón Otalora, a quien conocía de cuando estuve condenado en Valencia. Me llevaba conducido el jefe de servicio, Echarte, buena persona, que me iba diciendo: “En buena te has metido. ¿Cómo se te ocurre volver aquí?”. Y el Director le ordenó: “¡A éste llévele usted al último rincón de la cárcel, al último agujero, donde no vuelva a ver el sol, para que se pudra allí!”.Me llevaron a una habitación llena de ataúdes. ¡Joder, que volví a pensar que me pegaban un tiro!.
Durante el proceso judicial mi problema era si podría morir valientemente. En mi celda, ensayaba la pose que iba a poner ante el pelotón. Todo el día en la celda, convencido de que no había solución, porque habían fusilado por mucho menos. Pero cuando el juicio resultó que uno de los venidos de Francia, y te aseguro que yo no, llevaba, ¡asómbrate! la nómina con los nombres de los once, firmada por cada uno, con lo que cobrábamos en francos. ¡Parece increíble! Y nos salvamos porque ponía: “Barroso, comandante; Gandía, capitán; Regino, teniente; Usabiaga, Lapeira... soldados”. Y claro, la salvación: “Yo, desde luego, soldado, yo hacía lo que me decían los jefes”. Si en el expediente o en las declaraciones se llega a descubrir que yo venía como jefe de agitación y Lapeira como secretario, otro gallo nos cantara. Esa fue la atenuante. Veinte años y un día. También había acabado la guerra y quizá Franco no podía seguir fusilando a mansalva. Pero eso parece ahora, porque entonces los pelotones funcionaban a pleno rendimiento.
Estando ya condenado me llaman a Jueces. Y allí un hombre, me agarra de las solapas y me dice: “¿No me conoces? ¡Hijo puta! ¡Cabrón!” . De momento no le conocí, porque estaba desfigurado, más delgado y sin bigote. “¡Soy yo, que he tomado cervezas contigo!.” Se trataba de un tal Zulueta, un oficial franquista que se había infiltrado en la UNE y que, cuando lo descubrieron, salvó la vida por los pelos. “¡Ya sé que tú nos has sido, ya sé que nos has sido tú, pero voy a recorrerme todas las cárceles de España para coger a quien ha sido! ¡Y a esos me los cepillo! ¡Mírame las manos, como me las habéis dejado! ¡Me habéis martirizado! ¡Pero esto me lo vais a pagar!”.
Como a todos los fugistas, me llevaban a la prisión de Chinchilla, una prisión fatídica, para cumplir condena. Y estando en tránsito, esperando que viniese la Guardia Civil, los presos de Chinchilla, desesperados de sus condiciones, dieron fuego a la prisión con ellos dentro. ¡Ya ves cual tenía que ser su desesperación! Luego me llevaron al Puerto de Santa María y de allí, a Burgos, donde Franco concentró a los presos comunistas
Nuestra postura en un primer momento fue muy rígida, de absoluta falta de colaboración. ¿Había que desfilar uniformados delante del Director los domingos? Aparecíamos mil tíos con los uniformes rotos y los botones arrancados. ¿Qué las monjas se comportaban malísimamente? Nosotros peor. Ni se jugaba a fútbol ni se iba a la escuela. Nos sentábamos en el patio y cada uno daba lo que sabía. Yo, clases de contabilidad. Absolutamente nada de colaboración. ¿Qué no hay visitas? Pues nada, sin visitas.
Pero ya el 49, se acabó la política de guerrillas y comenzó a hablarse de la lucha pacífica y de infiltrarse en los sindicatos verticales. Franco fue reconocido internacionalmente y esto nos desmoralizó. No se decía públicamente, pero era así. Había un fatalismo y esperábamos que cayese algún indulto: “¡Haber si viene de visita el Papa!”. Y se empezó a ir a clase, aunque algunas las dábamos nosotros. En El Dueso se han llegado a dar clases de física nuclear. Empezamos a trabajar en el taller de artesanía, se montó un campeonato con los equipos de fútbol de las brigadas... Se empezó a colaborar y se entró en una etapa totalmente distinta.
Francisco Zayas y yo montamos el taller de artesanía. Empezamos en un plan muy limitado, media docena de personas en un cuartito. Allí un “manitas”, Aquilino Gómez, me enseño el oficio. Y vimos que era una solución al problema de la pasta, que teníamos que mirarlo mucho. Allí se vivía en comunas: “Tú, ¿cuánto recibes? - Veinte duros”. Se ponía el dinero en común y la media, de 150-160 pesetas, se repartía. La Dirección del Partido nos dio carta blanca. Hacíamos marcos, lámparas, mapas sileteados... Posteriormente pensamos que esa era la mejor forma de sacar la información de la cárcel. Yo, cuando estaba incomunicado por fugista, obtuve un permiso para hacer resúmenes de libros. Y para poder sacar más resúmenes en un sólo cuaderno, empecé a hacer la letra muy pequeña. Me di cuenta que con una lupa podía hacerla todavía menor. Y me convertí en un copista. Escribir al exterior era una necesidad. Sacábamos información cifrada con los acontecimientos de la cárcel: información de denuncia- un preso que estaba enfermo, otro al que le habían pegado... –, política carcelaria, corrientes de opinión internas del Partido, etc. Yo me limitaba a copiarlo en el menor tamaño posible, en tiras de papel que metíamos en las columnas de los marcos. El método era tan eficaz, que las autoridades creían que retransmitíamos las noticias por radio.
Al principio el “Mundo Obrero” lo hacíamos a mano, nueve ejemplares, uno para cada Brigada. Pero recordé que en la Escuela de Comercio, en la clase de Química Práctica, nos había dicho que mezclando glicerina y cola de pescado se hace una plancha y que si encima, con tinta ortográfica, se hacen dibujos, esos se reproducen. ¿Porqué no probamos? Escribí a mi madre: ”Toma todo tipo de precauciones, compra estos productos y me los mandas en diferentes paquetes”. ¡Funcionó y ya sacamos en planchas “Mundo Obrero”!
En julio de 1960, más tarde de lo que me correspondía, salí de la cárcel. En total, me había pasado encerrado más de 20 años. Pero no me quejo. Luego las cosas me han ido muy bien y aquí estoy para contarlo. Respecto a nuestro país y al mundo en general, como dice un amigo, Alberto Quesada, que fue comisario en la guerra con diecisiete años y luego convivimos largos años en la cárcel de Burgos: “Hasta que los poetas mandemos en el mundo, estamos perdidos, no hay nada que hacer”. Pero hay que ser rebelde con la realidad.
Eduardo Aparicio Zamarreño (Salinas de Leniz, 1916). Miembro de la Juventudes Socialistas, al inicio de Guerra Civil ingresa en el PCE. Tras la derrota, pasa a Francia. Desde 1941 organiza el PCE en la Legión Extranjera. En 1943 se encuentra en el África Francesa.
En 1943 se estaban preparando grupos para desembarcar en la Sierra de Ronda. El primero lo mandaba Ramón Vía, el segundo, Robles y en el tercero debía pasar yo. También teníamos contactos con oficiales españoles del ejército americano (5). Pero al final me mandaron a realizar un trabajo político, trabajando para el Partido en Argelia. En diciembre de 1945 fui al pleno de Toulouse como delegado del norte de África, llevando naranjas y limones para “Pasionaria”. Carrillo, como había nacido en el País Vasco, decidió mandarme a Guipúzcoa para reorganizar el Partido. Si acepté volver fue porque quería participar “in situ” en la lucha por la democracia y pensaba que, tal como estaban las cosas, podía llegar tarde para asistir a la caída del franquismo.
Me instalaron en una villa que había en la carretera de España. Allí nos daban charlas los miembros del Buró Político, Claudín, Carrillo, Gallego, Líster, Claudín, Azcárate y otros. Porque en esta época, de lo bueno y de lo malo que haya pasado, tan responsable es Claudín como Carrillo, pese a lo que luego se haya escrito. Nos hacían leer mucha prensa española, para que conociésemos todo lo referente al momento – el fútbol, el cine, la política... - y que no pareciese que llevábamos años fuera del país. En nuestro tiempo libre jugábamos a balonvolea con Carrillo, Núñez, Soroa... todos menos Líster, que siempre estaba muy serio. En mayo del 46 salimos de Olorón un grupo de cinco: Francisco García Rabadán que iba a Bilbao, un operador de radio catalán, dos guías armados y yo. Al tercer día llegamos a Pamplona. Esa noche, serían los nervios, al ver el crucifijo sobre la cama, empecé a jurar por primera vez en mi vida.
Fui a Bilbao para entrevistarme con la Dirección Nacional de Euskadi. Iba con desconfianza de que los documentos que había elaborado el equipo de Domingo Malagón parecieran auténticos. Me pidieron la documentación en el tren. Antes de enseñar el salvoconducto, entregué el carnet de Falange, a nombre de Antonio Mendizábal. El policía lo mostró a todos y dijo: “¡Con este carnet, camarada, no necesitas pase!”. Con eso cogí bastante confianza y en lo sucesivo iba a un local de Falange en Bilbao para que me pusiesen el sello de que estaba al corriente de las cuotas. Los otros miembros de la Dirección Nacional también venían del exterior: García Rabadán, Clemente Ruiz, “El aldeano” y Valentín Gual. Éste era un “duro”, siempre con la misma frase en la boca: “Esto, ¡con mil pares de cojones!”. Cuando nos encontramos a los años, se emocionó y me dijo: “Al final, vosotros os habéis comportado mejor que nosotros”. “El aldeano” me advirtió que no dejase el cuello de la camisa por fuera de la chaqueta, porque en eso se veía que venía de Francia.
Me instalé en Pasajes. Me habían aleccionado contra el Comité Provincial existente, porque “eran agentes de la policía y había que empezar desde cero”. Pero los camaradas que habían sido dejados al margen resultó que eran buenos. Establecí contacto con ellos y reorganizamos el Provincial. Uno de los expulsados, “Andrés”,me pasó la multicopista y se reincorporó al Partido, entrando en la guerrilla. Unos meses después me dijeron que había volado la estatua de Mola. Empezamos a reorganizar el PCE por toda Guipúzcoa: en San Sebastián, Echenique organizó el comité local, con células en casi todos los barrios; en Eibar, Ortiz de Zárate organizó el Partido; Cabezón, el comité de Pasajes;Arruabarrena, el de Vergara y Arriarán, el de Mondragón. En Irún, Rojo se encargaba de los pasos a Francia. Incluso constituimos un grupo en Zarauz, donde nunca habíamos tenido afiliados. En Rentería era donde peor lo teníamos porque, aunque casi todos los hinchas del Touring eran de la JSU, los camaradas más veteranos siempre estaban en la tasca. Ahora puede parecer increíble, pero entre PCE, la JSU y la UGT de la Directiva Nacional (comunista), acabamos teniendo más de 1000 cotizantes. Creo que nunca, ni antes ni después, hemos tenido tantos. En 1947 incluso comenzamos a organizarnos en Vitoria. Además existía una pequeña organización paralela, de eso me he enterado treinta años después, con casas y enlaces que dependían directamente de Toulouse.
En el Comité Provincial estabanlos camaradas que me parecieron más decididos: Merino, Echenique y “Juan”, antiguo alcaldede Izquierda Republicana que ingresó entonces en el Partido. Nos reuníamos en sidrerías y allá nos pasábamos horas discutiendo y organizando. Políticamente dependíamos del Comité Central de Toulouse, que nos daba la línea oficial a seguir, que nosotros aplicábamos según las circunstancias. Pero intentábamos no separarnos de esta línea y, si teníamos dudas, leíamos “Principios del Leninismo” y otros materiales que llevábamos camuflados en las “Obras escogidas de Cervantes” para saber que decisión tomar. El Partido se organizaba en células de tres personas, para que una detención no provocase grandes caídas. Incluso teníamos una célula con un millonario. Era un camarada magnífico, procedente de Acción Vasca, llamado Lumi y tenía una finca donde ocultaba a los camaradas en peligro. Nos solía dar mil pesetas para “Euskadi Roja”. En su célula estaba “Carlos”, director de una agencia de transportes y un brigada de la Guardia Civil, que nos pasaba la situación de los controles. Dinero no nos faltaba en Guipúzcoa, tanto quefinanciábamos en gran parte a Vizcaya
En Bilbao se imprimía “Euskadi Roja” y nosotros hacíamos dos periódicos: “Aurrera” de la UGT y “Gastien” de la JSU. El periódico de la JSU resulto una novedad, porque “Euskadi Roja” utilizaba una jerga política muy anticuada, mientras que “Gastien” tenía un lenguaje joven y directo, con versos irónicos: “Dichosos los tiempos liberales/ una docena de huevos valía doce reales/ preciso fue que llegara este “Orden Nuevo”/ para que doce reales valga un huevo”. Uno de nuestros mejores lectores era un cura de los de sotana, que nos solía dar cinco duros. Hacíamos pasquines, que se pegaban en las paredes o se tiraban en las calles y en los vestuarios de las talleres. Yo lo tenía prohibido, pero alguna vez me daba la satisfacción de pegar alguno en un túnel. Algunos materiales venían en motora de Francia. Recuerdo unos miles de informes de “Pasionaria” que, aunque estaban en papel cebolla,desriñonaban a cualquiera.
Nuestra política era crear conflictos sociales allí donde fuese posible. Para ello hacia falta captar militantes en los lugares de trabajo. Los intentos de organizar huelgas en la zona de Eibar chocaban con los pasquines de un “comité fantasma” del PSOE y la UGT, que sólo aparecía para desautorizarnos. El obstáculo mayor era que no podíamos combinar el trabajo legal con el ilegal. En muchas empresas nuestros camaradas eran elegidos delegados por sus compañeros, pero no podían actuar desde la legalidad del Sindicato Vertical porque era contrario a la línea del Partido. Organizamos un comité de enlace UGT-Solidarios Vascos (6) en la zona de Vergara y Mondragón que fue el primer organismo unitario que hubo en el País Vasco .
Avanzado el 46 iniciamos una huelga en el puerto de Pasajes. Fue la primera huelga total en la España de Franco, que mereció un número especial del periódico “Nuestra Bandera”. Pedíamos una mejora salarial bastante fuerte y el puerto quedó totalmente paralizado. Las autoridades reaccionaron trayendo trabajadores extremeños y los instalaron en una escuelas. Arrojamos unas octavillas y la reacción fue fulminante: los extremeños se plantearon que los habían engañado, porque nadie les dijo que había una huelga y dejaron de trabajar. Ganamos y aumentaron los sueldos. Con la huelga del 1 de mayo del 47 hubo un gran fallo, porque nadie nos avisó y no la iniciamos hasta el día 4 en Mondragón, Eibar, Vergara y algún taller del mismo San Sebastián.
También conmemorábamos fechas. Los chicos de la JSU colocaban banderas republicanas e ikurriñas en los cables de alta tensión y en chimeneas, serrando luego los escalones para que no se pudiesen quitar. En esta época, sólo nos movíamos nosotros y por eso había tantos afiliados: quien quería hacer algo contra la Dictadura, tenía que estar con nosotros. Aún así, estábamos por la unidad de acción y el CC nos mandó que enviáramos un camarada a la reunión en Madrid de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas, una asociación que acogimos muy bien. Pero fue detenido, mientras que de los demás no cayó nadie.
Mi detención se produjo a raíz del referéndum de 1947. Como garantía de unidad, el Gobierno Vasco nos pidió que no repartiésemos propaganda partidista, sólo la suya. Pero la propaganda no llegaba y únicamente faltaban dos días cuando nos avisaron que venía. Fuimos a recogerla Blas la Cueva, Carmen Eixach y yo. Cuando me acerqué al hombre que tenía la contraseña - la “Gaceta del Norte” y un cigarrillo apagado en la boca - media docena de policías se vinieron por mi pistola en mano. Yo llevaba en el bolsillo, en papeles de cigarrillo, el lugar y la hora de las citas para distribuir esta propaganda. Pero pude tirarlos a tiempo.
Nos llevaron a Blas y a mí al Gobierno Civil. Allí nos pusieron corrientes eléctricas y me preguntaron por la mujer que había logrado escapar. Por aquella electricidad he estado marcado muchos años. No podía tocar una bombilla ni pasar por el raíl de un tranvía. Por la noche nos llevaron en coche celular a Bilbao. Allí nos tomaron dos policías armadas y nos dijeron: “Vais a ir a la comisaría de Achuri. Allí no se andan con paños calientes. Os van a pegar. Pero vosotros no digáis nada, porque si habláis, no os vais salvar. Van a pensar que sabéis más y os van a seguir dando”. Pensé que aquello era un truco psicológico, pero luego vi que eran dos antiguos guardias de asalto y que el consejo era bueno.
En efecto, la policía sólo entendía el “garrotazo y tentetieso” pero, inteligencia, poca. Vino a interrogarnos un comisario de Madrid – al que creo que sabotearon un tanto los policías de Bilbao – que me ofreció un cigarrillo y me dijo: “Mira, vas a tener que hablar. Porque si no, de aquí no sales. Por mis manos ha pasado Cristino García, Zapirain, Santiago Álvarez y muchos otros”. Yo le dije: “Pues tendrá que empezar y que sea lo que sea, porque yo no conozco nada, así que nunca podré decir nada y como no me vais a creer...”. Él me respondió: “No, si ya sabemos como trabajáis los comunistas. Sabemos que no os conocéis unos a otros”. Y con eso él mismo me dio una puerta de salida si lograba aguantar los golpes.
Estuve más de un mes en la comisaría. Me metieron en una celda de cuatro pies y medio, como un armario. Me pegaron y fuerte. El comisario De Diego no me tocó y un policía homosexual tampoco, pero había uno maño, siempre borracho, que sólo sabía pegar. Ellos buscaban a un tal “Carlos”, un personaje ficticio, al que yo describí con todo detalle. También di el nombre de Cabezón, porque ellos ya le conocían y estaba a salvo en Francia. No dije más. De una y media a tres de la madrugada me sacaban, me esposaban a una silla y me daban puñetazos y patadas. Empecé a sangrar por las orejas. Un día me asusté, porque oí la voz de Carmen. La habían detenido.
Carmen Eixach había entrado en el Partido en 1942, a raíz de la muerte de su marido en la cárcel de Ondarreta. Ella y su prima Marichu Guridi cosían las banderas y llevaban los materiales, porque tenían mucha serenidad. Carmen me gustaba, pero no le había dicho nada. La colocaron en la celda contigua a la mía, con una ventana que daba al retrete. Era asqueroso. En aquel retrete habían torturado a Carmen del Vado, metiéndole la cabeza dentro. Y no había dicho nada. Por la noche oía la respiración de Carmen. Y no es que hubiese una declaración formal, pero a través de la pared comencé a hablarle de mis sentimientos. Y una noche, el policía maño, animal, me dice: “¿Tú te has acostado con Carmen? – Ni me he acostado con ella, ni se me ha pasado por la imaginación, ni seguro que por la de ella tampoco. – ¡Pues estás muy equivocado! Ella te quiere a ti, pero vas a ir al penal de Burgos y...”. Dijo una grosería. Pero en aquella comisaría nos hicimos novios.
Después de un mes, como no sacaron a relucir nada, consideraron que Blas y yo éramos unos elementos secundarios y nos llevaron a la prisión de Larrínaga. El proceso lo llevaba el Juzgado nº1 y nuestro abogado, Belandia, no veía forma de sacar menos de veinte años de cárcel. Pero en la celda de los políticos nos hicimos amigos de un dirigente del PNV, Larredonda, un industrial. Y nos puso en contacto con su abogado, Zubizarreta, que nos dijo: “Tenéis suerte. El juez es de nuestro partido y dice poder lograr la libertad provisional antes de que esto pase al Tribunal de Guerra y no haya solución”. Le dimos una cantidad para agilizar los trámites y en la víspera de las Navidades del 47 llegaron el secretario del juzgado, Fernández, y Zubizarreta con nuestra libertad provisional.
Cuando salí de la cárcel, me escondí en casa de Carmen. El Partido decidió que el camarada Peña me sustituyese, lo que para mí fue un error. Su concepto de la clandestinidad era el de las películas de espías y comenzó a comprarse ropa cara y a fumar rubio. En febrero del 48 llegó un guía para llevarme a Francia. Fui con él hasta Barcelona y luego estuvimos seis días andando por la montaña, entre la nieve. Ya no podía más y le dije que siguiese él, que yo allí me quedaba. Lo que me dijo lo recordaré siempre: “Mira, mi misión es llevarte a Francia. O llegamos los dos o nos quedamos aquí los dos”. No sé de donde saqué las fuerzas, pero seguí andando hasta Perpiñán. Ya en París les di el informe a Julián Grimau y Pepe Barcenas.
Meses después me encontré con Carrillo y casi no le reconocí porque llevaba tal bigotón que parecía que tenía una alpargata pegada en la cara. Aclaramos algunas cosas que habían pasado en Euskadi. Semanas después apareció Clemente Ruiz. Toda la organización en Euskadi había caído. O Peña o Gual habían hablado, porque todo había caído de arriba a abajo. No había quedado casi nada y Clemente me pidió que volviese para intentar recomponerlo. Yo no me negué, pero Carmen, que también había escapado, me aseguró que si volvía, había terminado con ella. Así que le dije que no y me quedé en Francia.