-Entiéndeme, compréndeme y perdóname- le dijo Antxon a su hijo Eneko. No quiero que tengas lástima de mí. Sólo que me comprendas y me entiendas. No vivimos como queremos, sólo como podemos o nos dejan. La vida es un carril no tan ancho....
Eneko con sus 35 años no acababa de comprender la desazón con la que convivía su padre este último año. Cierto es que el diagnóstico de un cáncer de colon terminal le menguó su humor y optimismo con el que había vivido siempre. Pero intuía que esta petición tan seria se debía a algo nuevo. Sorpresivo.
Comenzó a decir que solamente después del último día, abriese el trastero al que nunca obtuvo permiso para visitar. Que la llave se encontraba dentro del cinturón con cremallera interior, en el cajón de su mesilla.
Cuando el sueño eterno le abrazó con su manto negro, Eneko sacó la llave de su escondite y acudió al trastero con un pálpito extraño en el corazón.
Encontró libros, revistas, fotos, postales, bolsas, petates, cajas apiladas enmohecidas y deformadas. Pensó en qué debía hacer y cómo enfocar la situación. Eneko se decidió a abrir cajas y bolsas. Leyó mucho, pasó muchas tardes sentado en la sillita baja de enea y configuró una historia paterna muy distinta a la que su padre fallecido había contado siempre.
Su padre, un niño de tantos que a la fuerza debió de abandonar Euskadi, su pueblo y sus padres, fue enviado a Holanda en 1937, cuando contaba 7 años de edad. Otros acudieron a otros países que ofrecieron ayuda a ese futuro infantil sumido en la pobreza de un país con un dictador de mano recia, no sensible a los valores de muchas familias vascas, como la de Antxon. Una familia que defendió la igualdad, la fraternidad de pueblos, la solidaridad entre estamentos, la diversidad como eje enriquecedor, la justicia social, la no violencia...
Poco más tarde de emprender el viaje, su padre fue fusilado junto con otros idealistas y también mujeres, emulando lo que Franco mandó hacer un año atrás. En Holanda y en el seno de una familia española con valores próximos a los que a la fuerza se quisieron cortar de raíz en su país, Antxon creció y se hizo mayor. Durante muchos años, los domingos a las 3 y media solía acudir a un cine local donde las imágenes le permitían viajar a otros lugares y disfrutar de fantasías lejanas. Pero su Irún natal estaba en su corazón y a él acudía su pensamiento en las noches tan frías de ese país norteño.
Antxon era listo y su afán de superación le llevo a estudiar Historia Contemporánea en la facultad de Stenden y conseguir una beca de trabajo en la misma universidad. Aprovechando un congreso de autoridades en Burdeos se acercó de incógnito a la frontera con Hendaya. Con él se reunieron otros muchos en el Casino de la playa de Hendaya y todos quisieron saber lo que pasaba al otro lado de la frontera.
Antxon a pesar de entristecerse oyendo las noticias que puntualmente le daba su gran amigo, siguió manteniendo contacto con él durante muchos años, hasta que un fatal accidente de camión le sesgó la vida.
Para entonces, corrían los años setenta y decidió que aguantaría en ese país de acogida hasta que se restableciese la libertad en su país, en Euskal Herria. Y se le hizo largo, muy largo.
A la muerte de Franco, cruzó la muga. Regresó con la cabeza baja, con la sensación de ser un intruso en su propia "casa", De haberse perdido la historia de su lugar. De haber vivido otra historia. Cuando regresó ya no era joven. Una madurez consolidada pero sin familia. Aún así, tuvo suerte y empezó a trabajar en la universidad del País Vasco como adjunto y conoció a una encantadora becaria de Navarra, de Lesaka para más señas, Ixabel. Con ella tuvo a su único vastago, Eneko, y hasta la precoz muerte de ésta, le inculcaron los valores por los que muchos habían muerto y otros tantos fueron alejados soñando con otro paraíso.
Antxon nunca dejó que su hijo ni Ixabel subiesen al trastero. Nunca contó su verdadero pasado. Siempre les contó que los aitonas habían emigrado a Holanda con él y que allí habían muerto. Que habían emigrado como tantos otros, buscando un futuro mejor para todos en tiempos de guerra. Que allí había crecido rodeado de sus padres y en un intento de volver a las raíces que sus padres no pudieron recuperar, volvió cuando fallecieron para continuar con los apellidos y con el euskera.
Eneko no entiende bien del todo por qué su padre cambió su propia historia.
Lo que te falta aún por saber a Eneko es que su padre tenía un hermano gemelo, Joxan.
Al tierno y jovial Joxan lo encontraron muerto junto con unos cuantos republicanos una noche calurosa de verano en la borda a la que solía acudir llevando algo de comida. Subía como una cabra por las peñas entonando las canciones que su ama cantaba mientras lavaba la ropa en el lavadero. Y al aproximarse al punto de encuentro saludaba con un irrintzi que le hacía sentirse feliz del todo.
Encontraron un montón de octavillas en las que aparecían escritos los 10 mandamientos republicanos: primero, amar la justicia; segundo, culto a la dignidad; tercero vivir con honestidad; cuarto cultivar la inteligencia.... y seguramente sin tiempo para alzar el brazo y proclamar los valores que tantas veces les llenaron de esperanza les descerrajaron unos cuantos tiros y allí los dejaron hasta que días más tarde los encontraron.
Fue tal el impacto y el terror que les invadió a los padres de Antxon que prepararon un atillo con unas pocas prendas y un trozo de queso de Idiazábal y embarcaron a su tan querido hijo, ahora único, en un barco a Holanda. El se podía salvar.
Anuska Petruska